Bajo el frío amanecer


El dolor vuelve a estar presente, y embota mi mente una vez más.
Me había acostumbrado a sentir el vacío que había dejado esta antigua compañera, pero en esta noche fría, regresa para recordarme que jamás podré romper las cadenas que me oprimen y me sentencian a una eternidad de tortura.
Ha pasado mucho tiempo desde que sonreí por última vez. El recuerdo de la muesca en mi cara se presume lejano e irreal, hasta el punto de preguntarme si realmente soy yo ese ser que veo en mis memorias.
Las voces en mi cabeza no ayudan. Algunas me piden que luche contra este sentimiento. Otras, en cambio, ruegan que me deje ir y ceda a la oscuridad que habita en mi corazón. ¿Cómo puedo soñar con la armonía si ni siquiera los ecos en mí son capaces de hallar la paz?
Muchas veces me pregunto en qué momento perdí esa luz que durante tiempo me había caracterizado. Corro las fotos del viejo carrete y soy incapaz de sentirme identificado en esas imágenes.
Y mientras tanto, sentado en la única butaca de mi oscura habitación, apenas iluminada por la tímida sonrisa del creciente amanecer, el aullido distante de un lobo atraviesa las paredes, y su llamada me resulta tan lastimera que descubro con sorpresa como las lágrimas escapan de mis párpados y corren por mis mejillas en búsqueda de un huésped menos contaminado por el pesar.
Hastiado, me levanto de la butaca y me lanzo al pasillo con la esperanza de huir lo suficientemente lejos del canto del animal, pero tras pasar junto a la habitación del piano donde ella componía sus canciones tres notas musicales resuenan en mi cabeza. Tres notas que me recuerdan con melancolía su mirada viperina, y la sonrisa cómplice con la que me hacía saber que mi presencia le resultaba inspiradora para su arte.
¿Es que todo está destinado a someterme a este profundo abatimiento? ¿Acaso es mi condena a un pecado largamente olvidado?
La aflicción crece dentro de mí como un parásito con especial interés por reducirme a una caricatura de recuerdos nostálgicos, y el pequeño reducto de felicidad cada vez se ve más mellado ante el incesante ataque de este intruso del que no me puedo librar.
Cuando la última chispa de luz desaparezca de mi corazón y las sombras me consuman, ¿hallaré, irónicamente, la auténtica felicidad? ¿Será cuando acepte mi destino, y descubra que no todo el mundo ha nacido para albergar dentro de sí el fulgor de la alegría?
Pues, al igual que la vida no puede existir sin la muerte, la luz tampoco podría existir sin las tinieblas.

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