Oniria


La locura invade mi mente. Se propaga por mis neuronas y se aferra a ellas como la niebla en una noche oscura.
He cometido un acto atroz. He perdido el último resquicio de humanidad en esa carcasa de sangre y huesos a la que he atribuido mi forma física.
Sucumbo a una espiral de sentimientos que luchan por sobreponerse. Vivo en una tragicomedia constante de la que jamás podré echar el telón.
¿Cuánto tiempo va a pasar hasta que me pierda a mí mismo? ¿Cuánto hasta que mire al abismo de mi alma y lo único que me devuelva la mirada sea la oscuridad más tenebrosa y gélida?
Sueño con monstruos. Seres retorcidos de largos tentáculos que amenazan con atenazar mi garganta y estrangularme en la más lenta de las agonías. En esos sueños, los seres se presentan como entidades ignotas, barbotando una lengua que, aunque incomprensible, suena desafiante y hace que a uno se le ericen los pelos de partes que se presumían lampiñas.
En cada uno de esos sueños hay un nexo. Las aberrantes fauces de estos seres consiguen presentarse por su nombre antes de transformarse en una amalgama de dientes y crueldad visceral.
Lujuria. Gula. Avaricia. Pereza. Ira. Envidia. Soberbia.
Poco tarda uno en darse cuenta que estos monstruos, a los que primeramente se les atribuye un origen vetusto y sideral, en realidad resultan ser procedentes de los recónditos más oscuros de la mente.
Cada uno de ellos representa uno de los pecados a los que me he entregado. Cada uno de ellos es una efigie perenne que amenaza con perseguirme y destruirme hasta el fin de mis días.
Así pues, rodeado y confuso, uno se encuentra en los sueños invocando al único recurso que asalta la mente en semejante tesitura. Apretando el puño tan fuerte que puedo sentir las uñas clavándose en la carne, lanzo mi espíritu hacia delante, rezando por ver un haz de luz proyectándose hacia el batiburrillo de tentáculos que tengo frente a mí y haciéndolo desaparecer.
Muy a mi pesar el resultado siempre acaba siendo el mismo. Las extremidades de mi adversario se lanzan hacia mí mientras sus fauces emiten una suerte de risotada gutural capaz de helar la sangre.
En ese momento los resortes de mi mente se activan, arrancándome de semejante pesadilla. Y mientras que la carcajada maligna sigue resonando en mi cabeza, me levanto y cojo mi cuaderno, fiel testigo de mis aventuras oníricas, y plasmo en él mi descenso a la demencia.

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